A veces odio al sabio del destino, una mala broma que se cuenta sola, dándonos una felicidad infinita, y luego arrebatándola, como el niño al que le roban un dulce.
“Oh ingenuo e inocente niño, acaso no sabes que los dulces te hacen daño”. Dijo el sabio en un tono burlón.
Todo aquello que ames lo perderás, el camino se trata de no abrazar muy duro las cosas, sino dejarlas ir.
Pero el niño sabe que prefiere haber conocido el amor al menos por un corto tiempo… que no conocerlo del todo.
Como será la vida del hermano que no conoce el sabor del dulce. O de la hermana que nunca ha visto su color.
Ese pequeño dulce, rojo cual carmesí, diminuto cual rubí, pero puro cual diamante. En su interior la dulzura del cosmos, en un pequeño regalo, con nudo en forma de corbatín. Un manjar para el paladar de un dios.
Ahora el niño dice adiós a ese dulce, sabe que sufre en su interior. Pero un adiós no es para siempre, el sabio del destino puede traer dolor, pero no se trata de un monstruo de pesadillas.
El sabe que el dolor pasara, y que incluso otro dulce podría cruzar su camino. La vida se vuelve entonces una aventura de oportunidad, donde el infinito de posibilidades trae gozo al paladar del aventurero.